EL INCENDIARIO DE SEVILLA.EL TALAVERO
Da bastante pena presenciar de forma impotente el cambio para mal que se lleva registrando en la Alameda de Hércules los últimos años. Bien es cierto que las últimas obras han dado al lugar un estilo muy moderno para el disfrute de sus ciudadanos, con multitud de veladores y mucho espacio para el esparcimiento, donde los vehículos han quedado casi como una anécdota al crearse los separadores de piedra. Lo denigrante es comprobar como la ausencia de coches ha sido sustituida por la presencia policial cuando el sol se quita de en medio.
La noche nos confunde y prueba de ello es el cambio radical producido en la Alameda en los últimos diez años, donde se ha pasado de la ley de la calle a las normativas inconstitucionales de evitar el derecho de reunión al prohibir beber en la calle. Hace cinco años mirábamos a Europa desde Sevilla y nuestras autoridades querían ser como esas ciudades: limpias, con gente educada y responsable, que fuera a todas partes andando o en bicicleta, con un alto sentido de la urbanidad y que se fuera a dormir a la misma hora que el sol. Pero esto no es Bruselas. Aquí hay nueve meses de verano y durante cuatro es imposible conciliar el sueño hasta bien entrada la noche. Es la parte mala de nuestro clima, que atrae al visitante durante el día, pero al que no queremos venderle del todo la idea del buen clima de noche, ya que en esta ciudad vive mucha gente que duerme a esas horas y exige su derecho al descanso.
Ahora podemos ir a la capital de Bélgica o a otras ciudades europeas y comprobar como la policía no vigila el cierre de sus bares, aunque la hora pase de la medianoche, ni acose a los ciudadanos que pasean por sus calles ni, en definitiva, valore y defienda de una forma más autoritaria los derechos de unos por encima de los de otros, jóvenes en su mayoría, a los que su edad, circunstancias y estilo de vida les permite disfrutar y vivir con otros términos horarios, aun conscientes de la contrariedad que supone.
Lejos quedan ya los años en la Alameda del Farándula o el Brujas, antros inhóspitos y legendarios, donde uno se encontraba personajes noctámbulos de toda calaña. Pero aún recuerdo más la vez que me encontré a unas 20 personas metiéndose heroína un domingo de noviembre: acababa de hacerse de noche y torcí por un callejón de la calle Joaquín Costa para encontrarme semejante panorama, sacado de la peor escena de una película de terror. Ya no se encuentra uno esas situaciones. Ya no hay toxicómanos (salvo los que fuman porros), ni prostitutas (salvo a mediodía), ni aparcacoches (dado que no hay sitios para aparcar). La zona más cosmopolita de la ciudad se desvirtúa ante la invasión de los comercios y restaurantes de moda, provocados por ese boom inmobiliario que ha hecho modificar toda la fachada general de la Alameda, barrio tradicionalmente humilde del centro de la ciudad, a gusto del apetito goloso de especuladores y asustaviejas.
Este avance de las hordas consumistas desde el centro histórico y comercial de la ciudad, acorde con los tiempos que vivimos, recuerda a la invasión franquista de Sevilla hace 70 años, cuando el pueblo se refugiaba de los militares golpistas en los barrios más céntricos y recónditos de la Alameda, San Blas, San Julián y la Macarena. Pero ahora pocos resisten, y al igual que entonces con la República, cuando en Las Sirenas no daban armas a la gente por miedo al mal uso que pudieran hacer de ellas los anarquistas, ahora sólo dan cerveza en los bares, con lo que la clase de asistentes a esta gran plaza se parece más a los hippies que tan bien retrata Mundoficción en uno de sus divertidos cortometrajes, jóvenes sin aspiraciones, mucho tiempo libre y un padre que les sustenta con su dinero del banco. Pijipis, como explicaba un profesor de Sociología…
Atrás quedó formar parte del río, servir de cementerio, estar compuesto de albero y acoger diversos mercadillos. Ahora el espacio público se vende al mejor postor y el Ayuntamiento hace caja, a costa de los vecinos y negocios de la zona, además de ciudadanos y turistas que se acercan al lugar. La música sigue sonando, las fiestas continúan, pero todo bajo control y supervisión. La comisaría impone y las patrullas intimidan, mientras los clientes de los bares y paseantes de la plaza se indignan con el toque de queda de cada noche, preocupados por incurrir en una ilegalidad más propia de tiempos de la Dictadura, cuando hasta hablar era delito y pecado. Y también opinar. “¡Pues yo opino que la Alameda ha quedado muy bonita!”, diría cualquiera. Discrepo, y más aún, estoy seguro de que seguirá inundándose.
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